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Hasta épocas no muy lejanas la preparación intelectual de las mujeres se hallaba acotada y su educación era un anexo de la educación masculina. La propia legislación la incapacitaba y frenaba su acceso al mundo laboral, limitada al desempeño de aquellas tareas que no fueran las relacionadas con las actividades domésticas, el trabajo agrícola y/o artesano, por supuesto, en estrecha dependencia con su origen social. Con una formación muy deficiente y un alto saldo de analfabetismo, la sociedad les tenía asignado el espacio que se circunscribía al hogar. El trato que recibía equivalía al de una menor, igual que un ser inmaduro necesitado de protección, que carecía de valor como persona y que, al mismo tiempo, estaba sujeta a la admiración por sus virtudes de abnegación y delicadeza. En el ámbito familiar estaba considerada como una persona de segundo orden, hasta el extremo que legalmente se le impedía administrar los propios bienes que aportaba al matrimonio, de los que su cónyugue podía disponer libremente.