Inicio » Catálogo » La sonrisa de Ciprina
La producción literaria de las Islas Canarias de los siglos XVIII y XIX no ha sido demasiado atendida por la crítica, si exceptuamos la debida a Benito Pérez Galdós por su importancia dentro del canon literario español. Esa desatención no implica, sin embargo, que no se hayan realizado repertorios bibliográficos muy interesantes, en especial a partir de la Biobibliografía de escritores canarios, de Agustín Millares Carlo, proyecto iniciado en 1927, con un ensayo, que acabará materializándose en la década de los años setenta de la pasada centuria y que proponía un completísimo escrutinio biobibliográfico de los autores que habían surgido en las Islas desde el siglo XVI hasta el siglo XVIII; la Tipografía canaria, de Antonio Vizcaya Cárpenter (1957) y la Contribución a la historia de la imprenta en Canarias, de Manuel Hernández Suárez (1977), o el estudio de Francisco Salas Salgado (Humanistas canarios de los siglos XVI al XIX, 1999); amén de las monografías sobre José y María Joaquina de Viera y Clavijo (1999 y 2006), de Victoria Galván; y los estudios de Yolanda Arencibia sobre el canon del XIX y el Primer Ensayo para un Diccionario de Literatura en Canarias, de Jorge Rodríguez Padrón (1992), además de los trabajos que, sobre las poetisas del XVIII y del XIX, y la poesía del siglo XIX en general, lleva realizando Eugenio Padorno y los debidos a María Rosa Alonso.
Sobre la lírica de los siglos XVIII, sobre todo, y XIX pesa una serie de prejuicios que van desde considerarla en su conjunto como una producción eminentemente prosaica — por extensión de la producción literaria del XVIII, a través del prejuicio romántico de la lírica, que en Canarias, debido a sus peculiares circunstancias históricas, se extiende, según los estudios, hasta la segunda mitad del siglo XIX, con la publicación del Álbum de la literatura isleña (1857), de Carlos Grandy, y Poetas canarios (1878), de Elías Mújica— o por su carácter marcadamente regional — por influjo de la mal llamada escuela regionalista de La Laguna—, lo que ha supuesto la elaboración de un canon de la literatura canaria de estos siglos, aunque parezca contradictoria la afirmación, poco modélico y poco digno de ser imitado; es decir, que a día de hoy contamos con un amplio anticanon de aquellas centurias que se ha ido perpetuando en el tiempo. No obstante, los poetas inmediatamente posteriores al XIX, tal vez de manera tozuda, se empeñaron en desmentir esas tendencias que los teóricos –tal vez por afinidad y por el peso que han ejercido los postulados defendidos y divulgados principalmente por Menéndez Pelayo— impusieron, hasta el punto de que podemos vertebrar una tradición —que Eugenio Padorno denomina “interna”— que da sentido a la producción poética insular desde sus inicios hasta bien entrado el siglo XX. A las diversas marcas de esta tradición, que han señalado algunos estudiosos principalmente en las últimas décadas de la pasada centuria, habría que añadir la del erotismo, como marca definitoria de la expresión lírica canaria, y que no sólo supondrá el carácter “lúbrico” de la poesía, eminentemente carnal, si nos empeñáramos en realizar una lectura literal, si no amorosa, definida en la intención marcadamente dialógica de muchos textos poéticos de las Islas. En este sentido, y como se podrá comprobar en los poemas que aparecen recogidos en esta pequeña antología, el aserto que Graciliano Afonso realizara en el prólogo que, en 1841, inserta en la edición de El juicio de Dios o la reina Ico (“Canarias es naturalmente erótica”) cobra sentido. Pero sería sospechoso introducir esta breve cita sin comprender lo que supone la poesía del cuerpo — concepto con el que Eugenio Padorno definió la obra de Domingo Rivero— en la literatura canaria.
