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Fany y los seres impares

Dolores Campos-Herrero

Fany y los seres impares
Precio: 8.0 €
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ISBN 978-84-92628-97-1
Edición 1
Año 2010
cartoné
90 páginas
21x15
Laurisilva (9 años)
Novela

Sinopsis:

CAPÍTULO I

EL HALLAZGO

No es frecuente, en los tiempos en que vivimos, que una niña de diez o doce años pase demasiadas horas leyendo. Estefanía era un caso aparte.
Le llamaban la atención los libros y por eso, esa mañana, se había llevado de la destartalada biblioteca pública de su ciudad un libraco muy raro y lo tenía sobre la falda.
En la cubierta, el título, Tratado de Seres Impares, estaba en relieve. Fany pasó los dedos por las letras que sobresalían y las yemas se le quedaron medio doradas.
Cuando lo abrió por la primera página, una nube de polvo le hizo estornudar.
La letra era muy pequeña y tuvo que doblar mucho el cuello para adivinar qué ponía.
Nadie pasó en ese momento por el cuarto de es-tar donde la niña se había refugiado con su extraño botín. De lo contrario podía haberse expuesto a una severa reprimenda. Siempre le decían que no se encorvara tanto al leer y ella nunca atendía a razones.
Cuando estaba absorta en alguna historia de aventuras, la verdad es que se olvidaba de todo.
Hasta de su nombre se olvidaba.
Ahora, por más que acercaba los ojos a la página, toda amarillenta y con rastros de arenilla, no podía entender qué decía.
El libro estaba escrito en una lengua muy rara. Una lengua que alternaba signos con figuras humanas y de animales. Era un alfabeto desconocido que ella jamás había visto, pero era bonito. Claro que había un montón de cosas que a sus doce años todavía no sabía.
¿Qué será esto?, se preguntó y se puso a escribir mentalmente en un idioma parecido.
En ese caso, si quisiera referirse a un burro, primero pintaría un asno y después vendrían la u, la doble erre y la o.
A otra cualquiera le habría dado igual ocho que ochenta que el libro estuviera escrito en swajili o en indi, en idiomas de África o la India, pero Fany era una niña fantasiosa, llena de curiosidad.
Lo pensó un momento y decidió que aquel mamotreto bien podría ser un documento egipcio con su correspondiente escritura jeroglífica.
En el colegio le habían explicado no hacía mucho todo aquello de las pirámides y los faraones y todavía recordaba una película sobre una momia que había visto a los diez años y que, por cierto, le había dado un poquitillo de miedo.
Para aclarar dudas podía haber recurrido a su padre, pero no lo hizo porque sabía que aquel tratado no debería estar en su poder.
Que se lo había llevado aprovechando un descuido del empleado, el viejo don Telesforo.
Iban a cerrar para siempre la vieja biblioteca y en los pasillos y en algunos rincones se amontonaban pilas de libros que acabarían en una pira.
―¿Qué van a hacer con todos esos? ―preguntó Fany.
―Hija mía, la mayoría los quemarán porque son muy viejos y hace más de sesenta años que nadie los pide en préstamo.
Algunos no le interesan ya ni a los ratones ―se rió don Telesforo.
―¿Van a hacer una gran hoguera aquí?
―Bueno, era una manera de hablar. No, no los quemarán porque el papel, por viejo que sea, puede reciclarse ―explicó don Telesforo. En fin, te dejo. No puedo darte más libros porque la biblioteca, a todos los efectos, ya está cerrada. Kaput. Borrón y cuenta nueva. Y a mí me jubilan. Y no creas que me importa, que ya estoy cansado y me merezco un descanso.
Don Telesforo le dio la espalda y ese fue el mo-mento que Fany aprovechó para agacharse y arramblar con lo primero que encontró. El libraco pesaba, pero ella lo camufló debajo de su chándal y dijo, “bueno, adiós, Don”.
Cuando llegó a su casa, lo primero que hizo fue comprobar que no hubiera moros en la costa. Que no estuvieran por allí su hermano ni sus padres. Sobre todo, su madre, que siempre se estaba que-jando de la cantidad de chismes y cachivaches que había en aquella casa.
―Fany, las cosas que no te sirvan y no necesites ya, mételas en una bolsa para que la llevemos a la parroquia.
―¿A qué cosas te refieres? ―preguntaba ella.
― A toda clase de cosas. Libros, ropa, juguetes. Les pueden ser útiles a otras personas y aquí no cabe ya ni un alfiler…
Lo último que querría ver su madre en su habitación era un libro demasiado grande para sus estanterías, que olía a humedad y del que sólo podía leerse el título.
Entró en su habitación y lo metió debajo de la cama, dentro de una caja de plástico con ruedas en la que guardaba sandalias y zapatos. Ya pensaría con calma en algún otro lugar más seguro.
Tenía de plazo hasta el sábado. Ese era el día en que se hacía zafarrancho de limpieza.

El autor:

Dolores Campos-Herrero
(† 2007, Las Palmas de Gran Canaria) Escritora y periodista.

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