Inicio » Catálogo » La Fiesta de los Indianos en Las Lagunetas
A mitad de camino entre la Vega de San Mateo y Tejeda se esconde un pequeño valle que guarda el encanto de la discreción. Laderas y cuestas empinadas, rojizos tejados y bancales cultivados en la difícil orografía que ha formado las aguas de La Mina son algunas de las características de este pueblo hundido en las raíces de su tierra.
Las Lagunetas sigue siendo hoy un típico caserío de montaña, a unos 1.100 metros sobre el nivel del mar, enclavado en un rellano sobre el barranco, junto al nacimiento del que fue río Guiniguada. El paisaje agrario es tan singular aquí que las terrazas de cultivo van subiendo por las cumbres, escalonadamente, fruto del ingenio campesino, la ingente labor de los maestros pedreros y las remesas de dinero enviados o traídos por los emigrantes para pagar los jornales necesarios para obras tan costosas.
Sus casi seiscientos herederos, los vecinos de hoy, son descendientes de una larga saga de campesinos anónimos, pequeños propietarios o medianeros, que convivían con esa naturaleza en un sabio y atávico maridaje. A lo largo de su historia, los vecinos han ido poblando, cultivando y modelando con la acción de su esfuerzo el extraordinario paisaje de huertos y bancales que recogen los ejemplos más reconocibles de la tradición agraria de las medianías, junto a un barranco por donde ha visto correr la vida, la historia y la leyenda del oro.
Porque en medio de aquellos riscos imponentes, tan propicio para la paz interior y el ensueño, hay una tradición ocultista según la cual los riscos de esta zona esconden un inmenso tesoro: los zurrones llenos de oro como pago de la venta de las aguas de la Sierra de Tejeda, cuando fueron desviadas para el riego de las vegas del Real de Las Palmas. Temerosos sus dueños de que les robaran, lo escondieron en las cuevas cercanas a este barrio cumbrero.
Cuenta la leyenda que varios hombres anduvieron trabajando sin cesar excavando cuevas, siguiendo mapas de un antiguo manuscrito para buscar aquel oro que el escribano Juan de Aríñez pagó en 1528 por la mitad de las aguas de la Sierra. Los golpes se hacían cada más fuertes en el silencio de la noche, pero no lo encontraron, claro. Porque el verdadero tesoro de vida era el pueblo mismo de Las Lagunetas.
Este pintoresco rincón de la isla conserva desde hace cien años un rico tesoro gracias a las onzas y pesos llegados de allende los mares. Y no es ninguna leyenda. Se trata de una de las señas de identidad más importante que conserva este pueblo: la fiesta de Los Indianos. Unos actos sencillos, con música de folías, puntos cubanos y habaneras, pero sin más polvos talcos que la gran polvareda que levantaron a partir de entonces el paso de los carruajes, tartanas y caballerías que llegaban presurosos de la ciudad cuando el calendario marcaba el segundo domingo de julio.
Esta genuina fiesta que una comisión del Ayuntamiento de la Vega de San Mateo, de la que he tenido el honor de formar parte, ha pedido la declaración como Bien de Interés Cultural se remonta a 1909, reflejo de la emigración que experimentaron muchos hijos de este pueblo y el consiguiente regreso de algunos, con más o menos fortuna, convirtiéndose en una de las primeras festividades de indianos del Archipiélago.
Una fiesta también relacionada con el mito del indiano rico que retornaba de América. Tal fue el caso de don José Ortiz Vega, un indiano devoto que, tras su estancia en La Habana, decidió regresar a Las Lagunetas, saturado aún de aires recogidos en el trópico americano, y hacer una fiesta al Sagrado Corazón de María, advocación a la que se había encomendado desde la enfermedad de su cuarta hija. Su hijo seguiría sus pasos en aquella aventura americana, pues entonces la mayoría de los hombres habían estado en la añorada Cuba.
Cien años después, el pueblo indiano de Las Lagunetas sigue celebrando esta fiesta de gran animación para unos, de historia para otros, y de presente realidad para muchos que, como la familia Ortiz Vega, no pueden olvidarse de aquellos sentimientos profundos, llenos de partidas y adioses, bienvenidas, penas, nostalgias, alegría, fe, esperanza de sus antepasados.
Un razón de peso para que todos –los que viven aquí y los que lo visitan- admiremos y disfrutemos de cada rincón de este pueblo indiano, cuidando y respetando las tradiciones y esos lazos que aún nos unen con fuerza a América, donde muchos canarios arriesgaron sus vidas (si no murieron en el intento), abandonaron sus pueblos y se separaron de forma dramática de sus familias en busca de mejor fortuna mientras vigorizaban en lejanas tierras el árbol de su canariedad.
Las imágenes de aquella sociedad canaria atenazada por el hambre y la miseria parecen olvidarse tras varias décadas de prosperidad. No sólo ya no tenemos que emigrar, sino que Canarias se ha convertido en un lugar de atracción para quienes anhelan un futuro mejor para ellos y sus familias. Incluso de un camino de vuelta de muchos hijos de descendientes canarios que hoy residen en Cuba.
Confío en que estas páginas estimulen a otros estudiosos a profundizar en los diversos aspectos aquí recogidos y a enriquecerlos con sus aportaciones documentadas. Porque me apresuro a decir que este libro no es exhaustivo ni definitivo. Es sencillamente una aportación que sólo busca poner en valor una fiesta que ha dado carácter e identidad a Las Lagunetas. Un pueblo dentro del mismo pueblo que goza de propia personalidad, porque al abrigo de las montañas tiene el corazón indiano y el río a sus pies.
