Inicio » Catálogo » El discurso del cuerdo
Luis Arencibia es hombre polifacético. Lo mismo vale parta un roto que para un descosido. Y digo ‘roto’ pensando en su alter ego Andrés Rábago García, alias El Roto, que también firmó como Ops en Hermano Lobo cuando el mundo era joven y que difunde en su humor gráfico un modo de sentir y de pensar muy similar al de Arencibia. Y digo ‘descosido’ porque la creatividad de Luis circula por caminos de desintegración más que por rutas de zurcidos varios, y en esa vía desintegradora lo que hace todo el rato es descoser, soltar amarras con el mundo convencional, desatar vínculos con la hipocresía, deshacer el rompecabezas de la realidad simuladora y gazmoña para construir fábulas surrealistas inasequibles al engaño, dignas de Eugène Ionesco o de Roland Topor.
Como Topor, también Arencibia participa de la doble condición de escritor y de artista plástico, y es de esta última faceta de la que el que suscribe se ha beneficiado no poco, puesto que ambos hemos dado a luz en comandita, él desde los grabados y yo desde los versos, un libro titulado Puesta de sol (Editorial CTO) que acaba de aparecer en librerías y que acaso debimos haber publicado hace años, cuando se nos ocurrió proyectarlo. No es el nuestro, ni mucho menos, el único resultado tangible de la fértil colaboración del Arencibia plástico con un poeta. Conozco otros libros, ya publicados, en que ha colaborado con gente como Juan Carlos Mestre, Isla Correyero o Leopoldo María Panero, lo que muestra a las claras por donde van los tiros de su estética.
Pero aquí, en El discurso del cuerdo, quien protagoniza la cosa es el Arencibia narrador, que en la dimensión del absurdo es un maestro y exhibe un sentido del humor corrosivo y vitriólico que evoca —ya lo he dicho— las creaciones pánicas de un Topor, sobre todo en ese delicioso libro, de 1967, que es Four roses for Lucienne, de inolvidable memoria. Es un mundo el de Luis que se sitúa por libre elección en el plano de la pesadilla burlesca, un poco a la manera de un George Grosz trasplantado a la escritura, y perdonen si vuelvo a la esfera plástica a la hora de las comparaciones. Leer los cuentos, casi microrrelatos, de Arencibia nos dibuja una sonrisa en la boca, pero no nos engañemos, porque dentro de esa sonrisa hay un labio seccionado, o la mueca terrorífica que un asesino en serie deja en el rostro de sus víctimas, para escenificar su oscuro mensaje.
Pasen y adéntrense, voraces, en el territorio del cuerdo. Aprenderán a ver la realidad tal como es, sin esas idealizaciones con que los escritores realistas nos la entregan, distorsionándola. La verdadera sensatez, amigos míos, consiste en identificar la realidad con el esperpento, y eso lo hace Luis Arencibia mejor que nadie en sus estupendos relatos, que son —y me excuso de nuevo por el símil pictórico— como un sketchbook de James Ensor trasladado a impactantes y seductoras palabras castellanas.